jueves, 11 de marzo de 2010

Nunca el pollo supo tan bien

Cada día nuevas experiencias me demuestran la insignificancia de la especie humana. Convencidos de manejar el mundo desde sus laboratorios y sus despachos, cientos de amenazas que escapan a su control aguardan al más inteligente de los primates antes de que la inevitable muerte ponga fin a su banal existencia.

Un grupo de organismos microscópicos se adentra en un cuerpo de metro ochenta de alto, algo más de setenta kilos de peso y relativamente sano. Y el gran prodigio de la naturaleza, creado a imagen y semejanza del altísimo, capaz de construir el Golden Gate o las pirámides de Giza, capaz de diseñar la bomba atómica para devastar regiones enteras; se retuerce de dolor e impotencia ante el retrete más cercano sin poder hacer nada más que esperar a que pase el temporal y cesen las precipitaciones.

Pero incluso de la adversidad hay que sacar alguna enseñanza. Pasar un día sin poder comer es suficiente para recordar que la nutrición, más allá de ser una función vital básica, es uno de los grandes placeres de la vida. Masticar lentamente, degustar cada jugo que se desprende del alimento y, finalmente, engullir con suavidad.

He vuelto a entrar en la cocina después de casi cuarenta y ocho horas. Por la ventana me llega el sonido inconfundible de un tenedor batiendo un huevo. ¿Una tortilla? Mmm... Bueno, mi pollo tampoco huele tan mal. Os dejo, antes de que se enfríe.

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