jueves, 22 de julio de 2010

Un infiel en Tierra Santa

Ha vuelto a hacer más calor que en las últimas noches. Por es, cuando he bajado para tirar la basura no me ha extrañado ver una muchedumbre a la entrada del callejón. “El del bar se debe estar poniendo las botas”, he pensado. El calor me tiene el seso atrofiado y por eso no he sabido asociar el gentío con el olor a incienso que había percibido sólo un minuto antes, al abrir la puerta de casa. No ha sido hasta que no he llegado a la entrada del callejón cuando un grupo de cirios en alto me ha hecho comprender.

Esta ciudad no dejará nunca de sorprenderme. 18 de julio, once de la noche, veintitantos grados. Y ahí está toda la comitiva trajeada, con sus velas encendidas y más felices que unas pascuas. Anda que no habrá días en el año para que todos – los que cargan, los que acompañan y los que observan – puedan disfrutar de su Virgen sin tener que pasar esta calor.

Eso sí, observo curiosas diferencias con las procesiones de otras fechas. Aunque en el grupo que abre el cortejo hay varios hombres de chaqueta y corbata, en las aceras los trajes han dejado paso a las camisetas, los polos y las camisas de manga corta. Pero lo que más me ha llamado la atención es que los bajos del paso iban descubiertos, supongo que en prevención del olor a macho que se podía formar ahí abajo con este calor.

Hace tiempo que he renunciado a comprender estas cosas, pero no por ello dejo de respetarlas e incluso de observarlas con cierto interés. De hecho, no tenía nada mejor que hacer y me he quedado unos minutos viendo pasar el desfile.

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