Si los franceses inventaron la
palabra “chovinista” –tantas veces adecuada para su propio comportamiento– los
británicos han optado por crear un espectáculo, disfrazado de ceremonia de
inauguración, para presumir de todas sus aportaciones al mundo. Desde la
revolución industrial hasta Internet (que siempre identifiqué con Estados
Unidos), pasando por decenas de hitos de la historia, la cultura o la ficción.
Pero parece que a la gente le
ha gustado. Muchos hemos sentido que parte de nuestra vida pasaba por ese
escenario. Mucho más que si hubieran cantado Los Manolos o que si hubieran hecho
un repertorio del folklore nacional, con su flamenco, su jota, su muñeira y su
sardana. Será que todos llevamos un
pequeño británico dentro.
Y después está el escaparate
al resto del mundo que suponen estos actos. No solo se aprenden países cuya
existencia uno se plantea pocas veces en la vida. También es una oportunidad
para ver que el uniforme español no es el peor de todos. Ahí están las túnicas
de algunos países africanos, las camisas de colorines de Méjico o los cuellos
dorados de los anfitriones.
Dicho todo esto, Danny Boyle, Sebastian
Coe y su Comité Organizador o quien quiera que se haga responsable del
espectáculo tienen el dudoso, pero digno de mención, mérito de haberme tenido
cuatro horas pegado a la tele por primera vez en mucho tiempo. Es cierto que
también ayuda la novedosa costumbre de compaginar la retransmisión con el Twitter,
para compartir y comparar opiniones. Lo único que me extraña después de esta
ceremonia es que el Twitter, que se sepa aún, no es británico.