Cuando salgo de viaje asumo
que me encuentro en un escenario extraño. Por eso, siempre voy buscando algo
espectacular, diferente, único. Pero no hay que olvidar que cualquier destino,
por exótico que parezca, es un escenario cotidiano para la gente que vive allí.
Por eso, a veces, en lugar de buscar monumentos, museos o paisajes de postal,
disfruto simplemente sentado en una plaza cualquiera viendo la vida pasar.
Es sábado por la tarde. Una
luz naranja pinta la mitad de las fachadas de la Plaça de la Mare de Déu, en
Valencia. Desde la mesa de una de las terrazas que salpican el lugar, observo
el panorama y a los personajes que lo pueblan sentado en un escalón. Junto a
mí, un grupo de niñas de 14 ó 15 años discuten sobre el camino hacia su próxima
parada. Se ve que no son de aquí, porque no lo tienen nada claro. “Pues habrá
que preguntarle a alguien”, dice una. “¿Le preguntamos a este?”, comenta otra,
claramente hablando de mí, pero como si yo no me estuviera enterando de nada.
Al final, recurren a la solución más práctica en estos casos: preguntarle a un
viejo. Ellos siempre lo saben todo sobre direcciones.
Un fotógrafo acompaña a una
pareja de novios que acaba de casarse en la Catedral. Los lleva ante la puerta
de los Apóstoles, donde se celebran las reuniones del Tribunal de las Aguas.
Los hace acercarse, alejarse, besarse, abrazarse… Solo hay un problema: un
vendedor de cupones ha instalado su tenderete justo delante y les fastidia los
planos más largos. Y, por si eso fuera poco, cada vez son más los paseantes que
se paran a contemplar la escena. Yo entre ellos. No sé si les importa, si
pasarán vergüenza o si están en su nube y no se dan cuenta de nada.
Ya que me he levantado y
viendo que el lugar es agradable y entretenido, me siento en una de las
terrazas que salpican la plaza y me pido una cerveza. A mi espalda, una mesa
con cuatro o cinco treintañeros con una de esas conversaciones banales típicas
de sábado por la tarde. Hay dos o tres valencianos y otros dos extranjeros. Entre
cotilleos varios, los locales intentan explicar a los foráneos el sentido de
alguna de esas expresiones vulgares españolas cuya traducción literal no tiene
sentido en ninguna otra lengua del mundo.
Y mientras la vida sigue en la
plaza. Una madre corre detrás de su hijo pequeño, que intenta meterse en la
Fuente del Turia. Un grupo de jóvenes, todos con la misma camiseta, pasean sin
rumbo disfrutando de las vistas y del aire fresco que correo por primera vez en
el día. El botellín ya se ha acabado, el sol ya se ha puesto del todo y mis
tripas están haciendo ruido. Me voy a cenar.