Que levante la
mano el que alguna vez en la vida se planteó mudarse a Montenegro. Ninguno,
¿verdad? Yo tampoco lo había hecho. Y, sin embargo, aquí estoy. Al final, ha
resultado ser un lugar tan bueno o tan malo como cualquier otro. Reconozco que
el vuelo hacia Podgorica fue especial: por una parte, por todo lo que daba
vueltas en mi cabeza y, por otra, por la serie de personajes montenegrinos que
iba viendo a mi alrededor. Pero eso será otro capítulo.
Budva, mi
ciudad, ha resultado ser un lugar agradable. Cada mañana me levanto viendo como
las primeras luces del día tiñen de naranja las empinadas montañas que se alzan
a apenas unos cientos de metros de mi casa. Eso si hay suerte. Otros días, lo
que veo es cómo esas mismas montañas tratan de abrirse paso entre una densa
capa de nubes que descargan agua en abundancia. Hacia el otro lado quedan la
ciudad vieja, una pequeña joya, y el mar. Cualquier combinación de estos tres
elementos –monte, casco antiguo y Adriático– dan como resultado vistas dignas
de una postal.
La gente me ha
recibido bien. Dentro de esta ciudad que en invierno funciona a medio gas, me
muevo en un ambiente internacional –de no más de diez personas, pero muy
cosmopolita–. Y, aunque solo lleve un par de semanas por aquí, ya he recibido
multitud de sonrisas, elogios y cuidados dignos de un buen amigo. El contacto
con la gente local no parece fácil a primera instancia, sobre todo por la
barrera idiomática, pero poco a poco intento aprender algo de montenegrino. Ya
van cinco o seis palabras.
Por lo demás,
llevo una vida bastante normal. Me levanto temprano por las mañanas, de camino
a la oficina me cruzo con los niños que van al colegio, hago la compra, salgo a
tomar un vinito de tarde en tarde… También hago cosas normales para otros, pero
que hasta ahora no lo eran para mí: ceno ensaladas, he comenzado a tomar café
después de comer… Nada grave. La vida sigue.