Comenzamos el último día del
año como cualquier familia romana: cerrando los flecos de la cena. Tan temprano
como nos permite el cansancio acumulado del día anterior, salimos de casa a
hacer las últimas compras. Hace tres días que llegamos y desde entonces
llevamos comprando cosas para la cena, pero todavía nos faltaban.
La primera preocupación era encontrar
las uvas. Pero no ha sido tan difícil. Después de recorrer tres o cuatro
puestos del mercado del barrio, las hemos conseguido a un precio razonable. Nunca
me he considerado una persona tradicional, pero esta es de las pocas
tradiciones que sigo desde que tengo uso de razón. Me las he tomado a deshora
porque pusimos la tele demasiado tarde, me las he tomado en una discoteca entre
copa y copa, pero siempre me las he tomado.
Y de las costumbres españolas
a las italianas. Las lentejas ya las tenemos, pero la costumbre es acompañarlas
con un embutido guisado, el cotechino. Así que la siguiente parada es la
carnicería. Pero para eso decidimos dejar atrás el mercado y dar una vuelta por
calles cercanas. Nuestra primera elección es una tienda con un escaparate que
ya ha llamado nuestra atención estos días atrás. El comerciante, literalmente,
nos pide disculpas porque se le ha acabado el producto en cuestión. Según él,
el suyo es buenísimo. Una pena. Pero nos ha mandado a un establecimiento
cercano donde, tras esperar una larga cola –se ve que los romanos también son
de dejarlo todo para el último momento–, hemos conseguido lo que buscábamos. El
carnicero, muy simpático el hombre, nos ha explicado cómo cocinarlo y nos lo ha
preparado con una maya y un envoltorio para que sólo tengamos que ponerlo en la
olla.
Después de otro día de patear la
ciudad, cuando cae el sol estamos de vuelta en casa. De camino, una última
parada en una pastelería cercana para comprar algo de postre. El problema es
que se nos antoja todo: cannoli, arancini, turrón… Menos mal que hay hambre y
saque para rato. La cena es contundente. Se nota que el jamón es italiano, pero
el escenario hace que se perdonen esas minucias.
Y, después de las lentejas, el vino, los dulces y
todo lo demás, tocan las uvas. Desde el día que llegamos lo vi claro: nos las íbamos
a tomar en la plaza mayor del barrio, al son de las campanas de la
iglesia. Así que, a eso de las doce menos cuarto, nos hemos ido para allá. Con
lo que yo no contaba es con que estos romanos son unos salvajes y celebran estas
ocasiones con toda clase de petardos y fuegos artificiales.
Ha sido totalmente imposible
escuchar las campanas, así que cuando hemos visto que el reloj del campanario
ya marcaba la medianoche hemos empezado, con toda tranquilidad, nuestro ritual.
Mientras los nativos prendían fuego a todo el material que llevaban encima, con
el consiguiente estruendo, en medio de la plaza tres españolitos iban sacando
una a una las doce uvas de los cartuchitos de papel, preparados un rato antes
para la ocasión, y se las comían con más calma que ningún otro año hasta ahora.
Decidimos comenzar 2013 paseando por el centro de Roma. Sin duda, el mejor plan de toda mi vida
para una madrugada de año nuevo. Quizá irrepetible. La ciudad parece territorio
comanche: cristales rotos por el suelo, continuas explosiones a nuestro
alrededor, en el cielo y en el suelo, y manadas de gente en todas direcciones
en busca de acción. El paisaje se repite a lo largo de nuestro camino, que
termina en la Plaza de España. Allí, decidimos dar media vuelta y tomarnos la
última en casa, donde nos espera un espumoso italiano en la nevera.
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