viernes, 18 de enero de 2013

Tintín en Roma (II) - Nochevieja

Comenzamos el último día del año como cualquier familia romana: cerrando los flecos de la cena. Tan temprano como nos permite el cansancio acumulado del día anterior, salimos de casa a hacer las últimas compras. Hace tres días que llegamos y desde entonces llevamos comprando cosas para la cena, pero todavía nos faltaban.

La primera preocupación era encontrar las uvas. Pero no ha sido tan difícil. Después de recorrer tres o cuatro puestos del mercado del barrio, las hemos conseguido a un precio razonable. Nunca me he considerado una persona tradicional, pero esta es de las pocas tradiciones que sigo desde que tengo uso de razón. Me las he tomado a deshora porque pusimos la tele demasiado tarde, me las he tomado en una discoteca entre copa y copa, pero siempre me las he tomado.

Y de las costumbres españolas a las italianas. Las lentejas ya las tenemos, pero la costumbre es acompañarlas con un embutido guisado, el cotechino. Así que la siguiente parada es la carnicería. Pero para eso decidimos dejar atrás el mercado y dar una vuelta por calles cercanas. Nuestra primera elección es una tienda con un escaparate que ya ha llamado nuestra atención estos días atrás. El comerciante, literalmente, nos pide disculpas porque se le ha acabado el producto en cuestión. Según él, el suyo es buenísimo. Una pena. Pero nos ha mandado a un establecimiento cercano donde, tras esperar una larga cola –se ve que los romanos también son de dejarlo todo para el último momento–, hemos conseguido lo que buscábamos. El carnicero, muy simpático el hombre, nos ha explicado cómo cocinarlo y nos lo ha preparado con una maya y un envoltorio para que sólo tengamos que ponerlo en la olla.

Después de otro día de patear la ciudad, cuando cae el sol estamos de vuelta en casa. De camino, una última parada en una pastelería cercana para comprar algo de postre. El problema es que se nos antoja todo: cannoli, arancini, turrón… Menos mal que hay hambre y saque para rato. La cena es contundente. Se nota que el jamón es italiano, pero el escenario hace que se perdonen esas minucias.

Y, después de las lentejas, el vino, los dulces y todo lo demás, tocan las uvas. Desde el día que llegamos lo vi claro: nos las íbamos a tomar en la plaza mayor del barrio, al son de las campanas de la iglesia. Así que, a eso de las doce menos cuarto, nos hemos ido para allá. Con lo que yo no contaba es con que estos romanos son unos salvajes y celebran estas ocasiones con toda clase de petardos y fuegos artificiales.

Ha sido totalmente imposible escuchar las campanas, así que cuando hemos visto que el reloj del campanario ya marcaba la medianoche hemos empezado, con toda tranquilidad, nuestro ritual. Mientras los nativos prendían fuego a todo el material que llevaban encima, con el consiguiente estruendo, en medio de la plaza tres españolitos iban sacando una a una las doce uvas de los cartuchitos de papel, preparados un rato antes para la ocasión, y se las comían con más calma que ningún otro año hasta ahora.

Decidimos comenzar 2013 paseando por el centro de Roma. Sin duda, el mejor plan de toda mi vida para una madrugada de año nuevo. Quizá irrepetible. La ciudad parece territorio comanche: cristales rotos por el suelo, continuas explosiones a nuestro alrededor, en el cielo y en el suelo, y manadas de gente en todas direcciones en busca de acción. El paisaje se repite a lo largo de nuestro camino, que termina en la Plaza de España. Allí, decidimos dar media vuelta y tomarnos la última en casa, donde nos espera un espumoso italiano en la nevera.

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