Una de las cosas más difíciles
para un periodista es escribir sobre algo que no cree. Y en eso estoy ahora. Es
un trámite, lo sé. No es periodismo, también lo sé. Pero me da bastante igual.
Así que me voy a dar el gusto de escribir lo que se me apetezca. Y os lo
regalo. Y aunque en estos días se hace difícil leer sobre otra cosa que no sea esa
arriesgada parienta que no deja de subir, me he propuesto ser original.
Cuando las cosas están mal
cerca, lo más fácil es pensar en algún lugar lejano. Los que me conocéis ya sabéis
que no me suelen hacer falta excusas para soñar con el quinto pino, pero cada
vez lo hago con más frecuencia. Sueño con una tierra que me acoja, un cielo que
me cobije, un árbol que me de sombra, aire fresco que me dé fuerzas nuevas…
Curiosamente, cuanto más
repito estos pensamientos más reflexiono también sobre lo que me une aquí y no
quiero perder. Sobre todo los amigos, esa gente que a veces parece que no está,
pero que aparece cuando más se necesitan. Pero también los lugares que más
frecuento, mis hábitos más cotidianos. En suma, todo lo que forma parte de mí.
Un gran paso para un hombre,
uno insignificante para la humanidad, que diariamente ve como miles de sus
miembros hacen lo mismo. Pero, cuando se trata de uno mismo, poco importa el
resto de la raza. El reto es buscar una buena razón para irse o una mejor para
quedarse. Hay que darle un par de vueltas. O tirarse un día a la piscina sin
pensarlo. Por el momento, triunfa el hemisferio izquierdo y sigo prefiriendo la
primera opción. Y con este calor, que no deja dormir, ahora toca un rato de
darle al coco: una vuelta, otra vuelta, otra vuelta…
Doce y pico de la noche, 25
grados – ha bajado 7 desde la última vez que miré el indicador del ordenador –,
música variada. La noche me ayuda a ver las cosas más claras. Pero la claridad
de mi mente no siempre parece capaz de convivir con la claridad del sol. Así
que mañana, cuando despierte, seguramente se habrá ido.
“Que no nos recorten la
esperanza”, me ha dicho alguien hoy a propósito de los últimos “ajustes”
presupuestarios anunciados en Andalucía. Extraña forma de dar ánimos, pero los
tiempos que corren lo cambian todo, incluso estas cosas. La esperanza, como mi
claridad mental, también viene y va.
Y la gente continúa yendo y
viniendo. Cada vez con la cabeza más agachada, sin saber muy bien por qué algo
que no comprenden en absoluto está influyendo tanto en sus vidas. Pero siguen
pasando cosas, ajenas a la economía, a pesar de ella.
Porque, aunque a veces es
fácil creer lo contrario, el dinero sigue sin serlo todo en este mundo. Y
cuando él y todo lo que conlleva desaparece un momento de la cabeza, deja paso
a grandes ideas, a proyectos que no necesitan financiación sino ganas. Ganas y
un poco de lucidez, de esa que a mí sólo me dura un rato por la noche.
Lunes noche. Vuelvo al Cavern
Club para despedirme de la ciudad. No hay tanta gente como durante el fin de
semana, pero el lugar no necesita más de un centenar de almas para parecer
lleno. En lugar de un grupo, hoy es un solista con una guitarra acústica el que
ocupa el escenario. Tiene un cierto aire a John Lennon: vestido completamente
de negro, peinado con el flequillo hacia delante e incluso la voz recuerda un
poco a él. Eso sí, le sobran unos años y, puestos a criticar, unos kilos.
Me pido mi primera pinta y la
apoyo en una pequeña repisa que cuelga de una de las columnas que soportan la
bóveda central del club. Junto a mí, un viejo rockero de pelo blanco y chupa de
cuero charla con dos chicas sentadas delante de él a las que, según voy
deduciendo poco a poco, no conoce de nada. Entre sorbo y sorbo, mueve sus manos
como si tocara una guitarra. Poco a poco, me va introduciendo en la
conversación.
El primer cantante de la noche
termina su actuación. “El siguiente es mejor”, me comenta una de las chicas,
que parece frecuentar el local, seguramente como parte del tour que ofrece a
las amigas que la visitan. No miente. El nuevo no respeta el look Beatle – me
recuerda más bien a Bon Jovi – pero consigue animar el local desde la primera
canción. Primera canción que, para mi sorpresa, es de Oasis. “Esto es lo último
que esperaba escuchar aquí”, le comento a mi amigo el viejo rockero. Se ríe. No
será la última sorpresa de la noche. Después llega Satisfaction. Oasis y Stones
en el templo de los Beatles: ¡este tipo es un hereje!
He aprovechado el descanso
para pedir otra. A la vuelta consigo acercarme más y me siento en un altavoz justo delante del escenario. Desde
allí disfruto de grandes clásicos de los Beatles y de todo un recorrido por la
historia del rock: de Chuck Berry a U2, pasando por los Eagles o Bon Jovi, al
que este chico me recuerda más que nunca. En el pasillo central del club, el
público es más joven. Todos menos Bob, un grandullón llegado de Birmingham para
celebrar su 55 cumpleaños. Probablemente nos saca un cuarto de siglo a todos
los que lo rodeamos, pero está más animado que cualquier otro. Su mujer no
tarda en hacer notar a toda la concurrencia tan señalada fecha. A partir de ahí,
todo el espectáculo gira en torno a él: bailes, canciones dedicadas y, cómo no,
un cumpleaños feliz a coro.
También aparecen en escena
varios tipos corpulentos, que podrían haber salido del fondo norte de cualquier
estadio británico. Cada vez están más mamados. Claro que los demás también. Muy pronto descubro que Yesterday – tema dulce,
bonito y cursi, si se quiere – es una excelente canción para cantar a gritos y
abrazados en plena borrachera. Nunca
antes lo habría imaginado.
Y tras esa, muchas más. “Magnífica
fiesta de cumpleaños. ¿todos los años es igual?”, le grito a Bob en el oído.
Terminamos destrozando a berridos grandes clásicos de la música de ayer y de
hoy hasta que, como cualquier noche de hace 50 años, el Twist and Shout pone el
punto y final. Un grupo de latinas, con las que el cantante lleva flirteando
toda la noche, piden “otra, otra”. Lástima que el chico sólo habla de español
las palabras justas para intentar ligar con ellas. Así que se acaba el
espectáculo.
Subo por última vez las
escaleras hacia la salida. Es medianoche y las calles de camino al hotel están
desiertas. El silencio a mi alrededor deja al descubierto un zumbido en los
oídos. Último recuerdo de una de las mejores noches de lunes que recuerdo.
Liverpool se acaba y no sé cuándo volveré, pero mis ojos y mis oídos se llevan
buenos recuerdos.
Capital del condado de
Cheshire, tierra del gato de Cheshire – creado por Lewis Carroll, que también
vivió por aquellas tierras –, Chester se ofrece como uno de esos pueblos que
preservan la esencia o, al menos, la imagen de otros tiempos. A poco menos de
una hora en tren de Liverpool, parecía el destino perfecto para una excursión
de dominguero, aunque ya sea lunes.
El camino desde la estación al
centro urbano muestra una localidad sobria. De vez en cuando, algún edificio
llama la atención entre las hileras de casas de ladrillo rojo. En un principio
no pinta mal, pero la cosa va empeorando por momentos. En el centro urbano
ocurre algo parecido a lo que ya comenté de Liverpool. El problema es que, al
tratarse de calles y edificios más pequeños, el impacto es mayor.
La globalización ha llenado la
calle principal de McDonald’s, Marks & Spencer y demás grandes cadenas.
Todas ellas, por supuesto, con sus carteles. Por una parte, comprendo que es
ingenuo pretender que un pueblo mantenga sus calles libres de comercios por
conservar su pintoresca estampa. Por otra, hay que admitir que, una vez
franqueada la muralla, parece que han cuidado más el tamaño y el color de la
cartelería. En cualquier caso, esto no parece haber frenado a los visitantes. Manadas
de turistas pasean por las dos o tres calles más importantes del centro histórico.
La cosa cambia un poco al
recorrer la muralla que rodea la ciudad. Es modesta, por no decir endeble –
cuesta creer que pudiera retener algún ataque – pero permite recorrer partes
menos transitadas de la localidad. Un grupo de estudiantes ensaya en un
anfiteatro romano vestidos de gladiadores, los niños juegan en el patio de un
jardín de infancia y los ancianos del lugar pasean aprovechando el sol de media
mañana, poco común al menos en los últimos días.
Pero el lugar no da para mucho
más. En tres horas estoy de vuelta en la estación y, poco después, de regreso a
la orilla del Mersey, donde las nubes aparecen de nuevo y tapan parcialmente el
sol, creando una luz curiosa sobre el río. Decenas de viajeros y algunos
vehículos hacen cola para subir al trasbordador hacia la Isla de Man. Los veo
marchar y recuerdo que apenas me quedan 24 horas antes de que yo también tenga
que irme.
Llegados a esta tercera
entrada, creo que la ciudad se merece algo más que referencias a sus habitantes
más célebres. Digamos que es uno de los puntos fuertes de la ciudad, pero no el
único. Liverpool es un lugar peculiar, lleno de contrastes. He de confesar que
no me había documentado mucho antes de este viaje. El plan era dejarse llevar.
Por eso, tenía en mi cabeza la imagen de la típica ciudad británica: casas
bajas, puertas de colores y ese tipo de cosas.
Efectivamente, esa es una de
las caras de la ciudad. Pero quizá, precisamente por esperada, la menos atrayente.
Por el contrario, mi primera toma de contacto, nada más bajar del autobús del
aeropuerto y de camino al hotel, es con una calle franqueada por construcciones
de apariencia industrial reaprovechados para negocios más actuales.
Lo más llamativo llega en mi
primer paseo, que me lleva al centro comercial. Se trata de una decena de
calles y avenidas peatonales en las que los edificios alternan fachadas que
evocan a la arquitectura más clásica con modernos bajos, invadidos por las
principales multinacionales de ropa, complementos o comida. Otro genial ejemplo
del impacto visual. He de decir que éste es el que menos me ha agradado de
todos los que recuerdo, pero hay que admitir que quizá esa intervención es la
que permite que el resto del edificio siga en buenas condiciones y las calles
llenas de vida.
Entre calles de típicas casas
inglesas, algunas de ellas ocupadas por el barrio chino, se levantan dos singulares
catedrales. La Catedral de Liverpool, anglicana, es una moderna edificación que
imita el viejo estilo de las grandes construcciones religiosas. A menos de un
kilómetro, la Catedral Metropolitana, católica, es todo lo contrario. De planta
circular y apariencia de bar de copas por su iluminación, casi que dan ganas de
ir a misa por echar un vistazo.
Lejos del centro, los
suburbios muestran una realidad totalmente distinta, donde los últimos establecimientos son tiendas de alimentación y casas de apuestas. Los alrededores de Penny
Lane, famosos gracias a alguno de sus antiguos paseantes, y otros tantos
barrios sin tanto nombre, son una sucesión de casas cuadradas, de ladrillo rojo
y grandes ventanas, mínima expresión de la belleza y la creatividad
arquitectónica.
The Cavern Club es una
referencia fundamental para cualquier amante de la música que visite Liverpool.
Aunque no se conserva el local original, el lugar actual sigue manteniendo una
cierta magia, que atrapa al menos a todo aquel que se quiere dejar llevar por
ella. Más allá de recuerdos y referencias a otros artistas que son claramente
posteriores a los comienzos de los Beatles en el local, es fácil imaginar el
ambiente que allí se respiraba hace medio siglo.
Un penetrante olor a
ambientador de cuarto de baño invade la nariz del visitante nada más bajar la
escalera que da acceso al club. La baja bóveda que cubre la estancia hace
imaginar que allí ha olido a cosas peores, en otras épocas, cuando el humo del
tabaco – y cosas peores – se mezclaban con el poco aire que entra de la calle.
Así que es mejor no quejarse.
Unos pocos focos de colores
dan la luz suficiente a un local pequeño y oscuro. Al fondo, un cuarteto
recuerda grandes éxitos de los Fab Four. Ante ellos, una pequeña multitud baila
y corea uno a uno los temas que van tocando.
Quizá ha cambiado un poco el
perfil medio de la audiencia. Los jóvenes de principios de los 60 han dejado
paso a familias, matrimonios de treinta o cuarenta años con sus hijos pequeños,
cincuentones melancólicos que recuerdan años mejores, jóvenes curiosos que
querrían haberlos conocido y alguno que, al menos por edad, pudo haber
coincidido con John, Paul, George y Ringo en sus noches locas aquí.
De vuelta a la calle, Mathew
Street sigue recordando el ambiente de su mejor época. Los curiosos se mezclan
con los liverpulianos entre estatuas de sus ídolos, carteles con su imagen,
locales que usan sus nombres o el de sus canciones como ganchos fáciles y la
música, que suena por todas partes.