Lunes noche. Vuelvo al Cavern
Club para despedirme de la ciudad. No hay tanta gente como durante el fin de
semana, pero el lugar no necesita más de un centenar de almas para parecer
lleno. En lugar de un grupo, hoy es un solista con una guitarra acústica el que
ocupa el escenario. Tiene un cierto aire a John Lennon: vestido completamente
de negro, peinado con el flequillo hacia delante e incluso la voz recuerda un
poco a él. Eso sí, le sobran unos años y, puestos a criticar, unos kilos.
Me pido mi primera pinta y la
apoyo en una pequeña repisa que cuelga de una de las columnas que soportan la
bóveda central del club. Junto a mí, un viejo rockero de pelo blanco y chupa de
cuero charla con dos chicas sentadas delante de él a las que, según voy
deduciendo poco a poco, no conoce de nada. Entre sorbo y sorbo, mueve sus manos
como si tocara una guitarra. Poco a poco, me va introduciendo en la
conversación.
El primer cantante de la noche
termina su actuación. “El siguiente es mejor”, me comenta una de las chicas,
que parece frecuentar el local, seguramente como parte del tour que ofrece a
las amigas que la visitan. No miente. El nuevo no respeta el look Beatle – me
recuerda más bien a Bon Jovi – pero consigue animar el local desde la primera
canción. Primera canción que, para mi sorpresa, es de Oasis. “Esto es lo último
que esperaba escuchar aquí”, le comento a mi amigo el viejo rockero. Se ríe. No
será la última sorpresa de la noche. Después llega Satisfaction. Oasis y Stones
en el templo de los Beatles: ¡este tipo es un hereje!
He aprovechado el descanso
para pedir otra. A la vuelta consigo acercarme más y me siento en un altavoz justo delante del escenario. Desde
allí disfruto de grandes clásicos de los Beatles y de todo un recorrido por la
historia del rock: de Chuck Berry a U2, pasando por los Eagles o Bon Jovi, al
que este chico me recuerda más que nunca. En el pasillo central del club, el
público es más joven. Todos menos Bob, un grandullón llegado de Birmingham para
celebrar su 55 cumpleaños. Probablemente nos saca un cuarto de siglo a todos
los que lo rodeamos, pero está más animado que cualquier otro. Su mujer no
tarda en hacer notar a toda la concurrencia tan señalada fecha. A partir de ahí,
todo el espectáculo gira en torno a él: bailes, canciones dedicadas y, cómo no,
un cumpleaños feliz a coro.
También aparecen en escena
varios tipos corpulentos, que podrían haber salido del fondo norte de cualquier
estadio británico. Cada vez están más mamados. Claro que los demás también. Muy pronto descubro que Yesterday – tema dulce,
bonito y cursi, si se quiere – es una excelente canción para cantar a gritos y
abrazados en plena borrachera. Nunca
antes lo habría imaginado.
Y tras esa, muchas más. “Magnífica
fiesta de cumpleaños. ¿todos los años es igual?”, le grito a Bob en el oído.
Terminamos destrozando a berridos grandes clásicos de la música de ayer y de
hoy hasta que, como cualquier noche de hace 50 años, el Twist and Shout pone el
punto y final. Un grupo de latinas, con las que el cantante lleva flirteando
toda la noche, piden “otra, otra”. Lástima que el chico sólo habla de español
las palabras justas para intentar ligar con ellas. Así que se acaba el
espectáculo.
Subo por última vez las
escaleras hacia la salida. Es medianoche y las calles de camino al hotel están
desiertas. El silencio a mi alrededor deja al descubierto un zumbido en los
oídos. Último recuerdo de una de las mejores noches de lunes que recuerdo.
Liverpool se acaba y no sé cuándo volveré, pero mis ojos y mis oídos se llevan
buenos recuerdos.
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